Ra‘anan Levy (1954-2022)

EL ARTE, ESPEJO DEL TIEMPO

La obra de un artista a menudo refleja el espíritu de su tiempo. En un plano más general, a escala de la historia del arte, da fe del modo en que se manifiesta la relación del ser humano con el mundo, en un tiempo y en un lugar determinados. Las características únicas de una producción artística (medio elegido, técnicas, estilo, temáticas tratadas, referencias a la historia del arte, etc.) presentan así al espectador cualidades sensibles y propiedades cognitivas susceptibles de aumentar su conocimiento e influir en su comprensión de la realidad, afinando su percepción.

¿Qué visión podemos tener de las obras de Ra’anan Levy y, a través de ellas, del mundo contemporáneo?

A través de su representación de habitaciones de apartamentos con múltiples aberturas y espejos que las reflejan, el pintor, alcanzado la madurez de su arte, nos invita a visitar su universo pictórico y simbólico; un espacio laberíntico cercano al palacio de los espejos, del que uno podría contentarse con observar la compleja composición, la disposición de las líneas, su realce por los contrastes de brillos y sombras o, incluso, el toque del pintor, pero cuyo significado uno busca irresistiblemente. Cómo pintar esto y por qué son dos preguntas centrales en el trabajo del artista que guiarán las diferentes etapas de la investigación estética que sigue.

FAMILIARIDADES Y ESPECIFICIDADES DE RA’ANAN LEVY

«Mi pintura no es como la de Pierre Bonnard, una invención cromática, ni una pura búsqueda de luz como se puede sentir delante de los cuadros de Edward Hopper», afirmó Ra’anan Levy antes de continuar humildemente: «Soy un diseñador, mi pintura es ante todo una pregunta (…) da un marco a la pregunta que me habita».[1] Esta cita podría servir como puerta de entrada al singular laberinto visual que propone el artista. Al diferenciarse de los pintores que cita (Bonnard y Hopper), Ra’anan Levy revela sin embargo la posible influencia de estos en su propia obra. Su paleta, incomparablemente más neutra que la de Bonnard, es cierto, solo deja que los colores brillantes estallan cuando los pigmentos de color se derraman de sus botes. Pero en ambos encontramos puertas, espejos y –en Lévy, en sus obras más antiguas– ventanas que se abren a paisajes. El parentesco más significativo con Hopper está principalmente en la atmósfera de soledad y misterio, o incluso en lo que el autor estadounidense Bruce Ross ha descrito extensamente como «el espacio metafísico de Ra’anan Levy».[2] .

Sin embargo, también existe una proximidad más inquietante, aunque no mencionada, con un pintor menos reconocido, el estadounidense Marvin Dorwart Cone (1891-1965). Este presenta un interés sostenido y repetido, similar al de Levy hoy, por el efecto visual producido por la representación de puertas y paredes dentro de casas o apartamentos aparentemente deshabitados. Aquí y allá el juego de luces y sombras y la perspectiva a menudo inestable de las líneas verticales, horizontales y oblicuas crean una dinámica extraña e inquietante. En estos espacios abandonados, circula algo –si no alguien–. Pero, mientras que las habitaciones de M. D. Cone están atormentadas por espíritus sugeridos por siluetas transparentes o retratos dejados en las paredes, Ra’anan Levy no parece tan habitado por el pasado; En cierto modo, sus obras aparecen ante todo como puros ejercicios de composición serial, multiplicando cada vez más, con una forma de obsesión, las líneas, los lados inclinados, las perspectivas reflejadas.

En Ra’anan Levy, el espacio, todo menos unido y uniforme, es múltiple, está roto, dividido. En lugar de ser cerrado y estar perfectamente circunscrito, es esquivo, a veces invasivo. No congelado y silencioso, sino rítmico y caótico. Engañoso, quizá deliberadamente ilegible, a veces. A diferencia de la serenidad melancólica subrayada por la intensa luz de un Hopper, Ra’anan Levy expresa una energía explosiva; desprendiéndose de sus goznes, una puerta cae con estrépito, se vuelcan botes de pigmentos, se escapa agua de los grifos abiertos que forma charcos en el suelo de parqué. Más que abandono, dejadez o pérdida de control, se trata de una desorganización buscada, de desorden asumido. Levy trabaja meticulosamente, con la diligencia de un pintor totalmente absorto en su arte, para componer espacios que se desestructuran, se desintegran, se funden entre sí a través de líneas que se vuelven borrosas. Los lugares que contemplamos quizá no sean tanto realidades que existen y están representadas por el pintor como un espacio simbólico, dispuesto e inventado desde cero; una arquitectura interior descuidada, pero, paradójicamente, dinámica y viva.

Así como Marvin D. Cone buscaba menos retratar a sus sujetos de manera realista que materializar su propia manera de verlos, al observar las habitaciones pintadas por Ra’anan Levy, sentimos que no son las de apartamentos comunes por reformar, sino lo que a veces en arte se llama un «espacio mental»… a menos que sea orgánico.

AMBIGÜEDADES INTERPRETATIVAS

El espacio está efectivamente abierto, tanto metafórica (a diversas interpretaciones posibles) como literalmente (o visualmente). A la luz de los textos existentes sobre la obra de Ra’anan Levy, uno la percibe y la entiende de manera muy diferente.

Por un lado, uno puede volverse sensible a sus cualidades de misterio y melancolía; a la «profundidad existencial» o incluso al carácter metafísico de sus cuadros, que alimentan una impresión de soledad y expresan quizás la espera de una «revelación» sugerida por el tratamiento de la luz. La obra consistiría entonces en un enigma; se trataría, tanto para el pintor como para el espectador, de intentar «comprender el ser», pintando las partes más ordinarias, en lugares despojados y desordenados.[3]

Por otra parte, quien se toma en serio las lecturas psicoanalíticas corre el riesgo de dejarse seducir por la metáfora orgánica que ve los apartamentos de Ra’anan Levy como cuerpos vivos hechos de piel, carne y sobre todo múltiples orificios que permiten hipótesis de carácter sexual: los grifos se convierten en penes mientras que los agujeros de drenaje de agua o las bocas de las alcantarillas representarían la boca o el ombligo humanos.[4]

Desde el cuerpo sexualizado del psicoanálisis hasta el cuestionamiento solitario y filosófico sobre la esencia de lo que es, la interpretación de la pintura de Ra’anan Levy parece tener que enfrentarse así a algunas ambigüedades, que el propio artista asume plenamente: «La idea básica y muy importante, en todo lo que pinto, es la ambigüedad (…) Eso es lo que pienso».

¿Qué debemos pensar al respecto? ¿Podemos, a partir del análisis de diferentes aspectos de esta ambigüedad, proponer una nueva lectura de la obra, vinculada a los acontecimientos mundiales actuales?

¿UN MUNDO INANIMADO U ORGÁNICO?

Todo podría quedar bastante claro, después de todo, si bastara con seguir el reconocimiento del pintor de su interés casi exclusivo en el cuerpo humano: «En general, haga lo que haga, siempre pinto el cuerpo humano, que tiene una boca por la que se puede entrar antes de poder seguir hacia el interior. Esa es mi manera de trabajar», confiesa. Pero si queremos tener en cuenta otras dimensiones semánticas –en particular la metafísica– debemos interesarnos de cerca por la ontología singular presente en su obra: ¿cuáles son los objetos representados? ¿Son estos cuerpos verdadera y literalmente humanos? De lo contrario, ¿por qué? 

La principal ambigüedad reside tanto en la manera de pintar como en la elección de la temática: el artista parece querer dar a todo, incluso a las cosas inertes, la apariencia de carne, de piel, siguiendo las láminas de anatomía humana del libro que observa constantemente, al pie de su caballete. «Ra’anan Levy percibe los interiores como organismos vivos (…) Los apartamentos (se asemejan) a cuerpos con entradas y salidas (…) Los espacios vacíos se convierten en cuerpos físicos. Las paredes son tratadas como piel con efectos de color carne, se convierten en ‘paredes carnales’», escribió Bertrand Lorquin, entonces conservador del Museo Maillol.[5] ¿No es extraño y ambiguo representar materia inanimada (puertas, paredes, botes de pintura, lavabos), como un cuerpo humano vivo? Para pintar una puerta, el artista puede tomar un torso desnudo como modelo. Las capas de color se superponen hasta imitar la apariencia de la carne y las venas azuladas.

Por ello, entre las famosas preguntas planteadas por Ra’anan Levy podrían estar las siguientes: ¿Cuáles son los colores de este busto viviente?, ¿cómo se refleja la luz en él? ¿Cómo podemos dar a la materia inerte e inmóvil de un apartamento (puertas, marcos, paredes, suelos de parqué) la apariencia de esta materia viva, gracias a otro material: el pigmento de color? ¿Y por qué utilizar entonces la magia de la representación pictórica para desdibujar la frontera entre cosas (sustancias) de diferente naturaleza (el mundo inanimado y el animado)?

En este contexto, entendemos por supuesto la importancia de la luz y del agua a la hora de contribuir a esta impresión de vida; de ahí el interés por los grifos y los lavabos, estos últimos evocando, según Lorquin, una «desnudez próxima a la del cuerpo».

¿UN MUNDO VACÍO O LLENO?

Precisamente, ¿qué nuevas ambigüedades surgen de estas diversas aberturas (sumideros, orificios en las alcantarillas, etc.)? ¿Cómo percibirlas y concebirlas, más allá de la posible angustia de ser succionado, tragado, engullido por ellas[6]? Al mismo tiempo, ¿qué debemos pensar de los botes de pigmentos que también han sido abiertos y volcados?

Tal vez deberíamos tomar como pistas las recientes observaciones del artista, al repasar su obra, según el cual, «a partir de la idea de ambigüedad, otras dos ideas están completamente ligadas entre sí: (la de) los sujetos bulímicos (las mesas de trabajo con pigmentos, etc.) y (la de) los sujetos anoréxicos (los espacios deshabitados o despoblados vinculados a ellos). La relación entre ambas temáticas es la siguiente: si entras en uno de los botes de pintura, que son todos aberturas, llegarás a ese mundo mágico de espacios. Así es como lo veo».

De hecho, una dualidad importante en las imágenes de Ra’anan Levy, aún no realmente dilucidada por la crítica, es la que opone y asocia espacios vacíos por un lado y, por el otro, elementos sobrecargados, como habitaciones sembradas de libros o mesas enteramente cubiertas con el material del pintor; ollas o trapos, cuando no se trata de auténticos montones de telas. Estas dos temáticas de vacío y plenitud se acentúan mediante la evidente alternancia de tonos apagados y colores brillantes, que se ha descrito como «anorexia y bulimia de tonos»[7]. Y, por tanto, hay que entender que su comunicación, según el pintor, se produce a través de las aberturas (ollas, bocas, desagüe del fregadero, etc.).

La idea de una entidad que se llena y se vacía perpetuamente puede llevar a una reflexión sobre el deseo, cuya esencia es que nunca puede ser satisfecho de madera duradera y que puede ilustrarse con el ejemplo de Platón del chorlito que se alimenta y excreta al mismo tiempo. El drama de nuestra naturaleza humana anhelante es este: el deseo, una vez satisfecho, desaparece, solo para pronto dar lugar a un nuevo deseo que debe ser satisfecho, y así sucesivamente, indefinidamente.

¿SER O TENER?

El mundo ultramaterialista en el que vivimos está demasiado preocupado por este problema; la sobreabundancia de bienes no hace sino aumentar su codicia. La sociedad hiperconsumista genera deseos insaciables y, con ellos, un sentimiento permanente de frustración y descontento.   Mientras que los países más pobres aún deben aprender a contentarse con poco, los que, por el contrario, viven en la abundancia y el exceso ya no pueden dejar de producir y adquirir, más y más. Su sed de posesión, siempre alimentada, los «vacía espiritualmente». Así como en los niños que, abrumados por los juguetes, no desarrollan su imaginación, sus recursos de sabiduría, no desarrollados, disminuyen y desaparecen. 

Una interpretación, entonces, es meditar, basándose en la obra de Ra’anan Levy, sobre la oposición entre la vanidad o el vacío del modo de vida materialista y la riqueza espiritual. ¿Qué podemos contemplar en los espejos representados de forma recurrente por el pintor? Espacios vacíos o acumulaciones de objetos (siendo la «acumulación compulsiva» precisamente una enfermedad de nuestro tiempo). Mientras que los que no tienen nada verían mucho en un espacio vacío, los eternamente insatisfechos escudriñarían las mesas sobrecargadas preguntándose qué les falta aún. La existencia plena de quien cultiva su «interioridad» se opondría así a la ausencia de sentido de una vida centrada en el dinero y en la adquisición de bienes «externos».

Menos oscura, sin embargo, que la fagocitación amenazadora antes mencionada (la boca de acceso como la de un monstruo que se traga inexorablemente a la humanidad) sería la idea de un desenlace saludable; las aberturas (sobre todo las de los botes de pintura) representarían la salida, el paso y la huida del ultramaterialismo ruidoso hacia la tranquilidad espiritual. Al asco o náusea que produce la sobreabundancia (pensemos en la «bulimia» de la que habla el artista) le seguiría un deseo de privación. Desde este mundo absurdo que nos atiborra y hastía, podríamos, a través del arte en particular, emprender una búsqueda de despojo, de desposesión, de emancipación, y encontrar así la liberación. El ascetismo practicado en espacios vacíos, una especie de desierto espiritual, sería nuestra salvación, lejos de la superpoblación del mundo: liberarnos a través del acto de pintar, dejando atrás el ilusorio «tener» por la sencillez, la tranquilidad y la verdad del ser.

¿COMUNICAR O TRANSMITIR?

Las asombrosas e impresionantes escenas de libros esparcidos por el suelo –que recuerdan el horror del auto de fe o esbozan un mundo posapocalíptico– podrían animarnos a ampliar esta interpretación con una nueva distinción, esta vez entre información y conocimiento. Así como la bulimia puede provocar obesidad, el concepto contemporáneo de «infobesidad» denuncia la tendencia actual a generar, ingerir, compartir y comentar continuamente «información» a una velocidad delirante, una velocidad que puede estar sugerida por la sensación de movimiento, de flujo, de una corriente de aire palpable en los cuadros de Levy. Esta comunicación se produce en el breve tiempo de la instantaneidad, de un simple «clic» en una pantalla o en una tecla de ordenador; se desliza sobre los internautas quienes, al tenerla a su disposición siempre que lo desean, no tienen necesidad de asimilarla ni de retener o memorizar nada sobre ella. Pero «informarse» en este sentido, y comunicar datos o hechos, no es conocer ni transmitir. De ahí las imágenes de Ra’anan Levy de montañas de libros abandonados, un símbolo hipotético del abandono de un conocimiento digno de ese nombre. Además, los comentarios en las redes «sociales» –ahora llamadas «antisociales»– a menudo degeneran en mensajes de odio. Y este fenómeno parece contribuir al triste sentimiento descrito por Paul Claudel: «Parece que cuanto más se conocen los hombres, menos se aman».

La relación con el «conocimiento» en este universo tecnológico y digital no es comparable al concepto de transmisión, que implica una duración en el tiempo, la de una asimilación lenta, una apropiación duradera y una autotransformación profunda. El conocimiento real necesita anclarse para ser sólido. Encuentra sus raíces en la Historia, con mayúsculas. Todos necesitamos saber de dónde venimos para poder identificar hacia dónde vamos. Sin embargo, en internet estamos muy lejos del intercambio paciente a través de la tradición oral, en particular a través de la transmisión de historias que vinculan a las generaciones jóvenes con sus ancestros. 

«Varios críticos han asumido que los cuadros reflejan el desarraigo de Levy», escribe Bruce Ross. Y el pintor de hecho afirmó: «Esta tabla de pigmentos me parecía mi país, mi territorio, mi tierra».[8] En este mundo de transformación acelerada y desequilibrio creciente, Ra’anan Levy parece haber encontrado en el arte su salida y su refugio.

ORDEN Y DESORDEN

«Dos cosas amenazan al mundo: el orden y el desorden» – Paul Valéry

Sin embargo, por muy nocivos que sean los excesos contemporáneos, nada bueno puede surgir del repliegue radical en uno mismo, de la inmovilidad, del estancamiento. Entre el frenesí consumista, la carrera frenética por el progreso, el vértigo de la globalización por un lado y por otro la pobreza absoluta y el riesgo de regresión nacido de la negativa a abrirse y avanzar, el mundo lucha por encontrar su medida.   ¿Es siquiera capaz de hacerlo?   

B. Lorquin, a propósito de la pintura de Levy, se pregunta: «¿La proliferación de detalles conduciría a la imposibilidad de construir una imagen organizada del mundo, como, sin embargo, afirma su pintura? ¿Podría haber una impotencia de la psique para ordenar el mundo?»[9] La filosofía china nos enseña que la plenitud se convierte en vacío, y viceversa. Si el exceso de orden conduce al desorden, ¿podemos entonces esperar que la armonía renazca del caos? ¿Y habría que buscar, en la realidad fragmentada por los espejos que nos muestra Levy, la esperanza de una unidad? Más bien, los autorretratos con muecas del artista parecen sugerir que no tenemos otra opción que aceptar las cosas como son y vivir en la esquiva complejidad que expresa su pintura.

Hervé Lancelin
Presidente de la Pinacoteca del Gran Ducado de Luxemburgo
Director editorial de la revista cultural ArtCritic

 

[1]    Extracto del texto «Ra’anan Levy, pintor de preguntas» (pag. 16) de Bertrand Lorquin, entonces conservador del Museo Maillol, con motivo de una exposición dedicada al pintor en 2006-2007.

[2]    En su artículo homónimo.

[3]    Esta es la interpretación de Bruce Ross, art. cit.

[4]    Este aspecto orgánico lo ha desarrollado Bertrand Lorquin, art. cit.

[5]    B. Lorquin, art. cit. pág. 22.

[6]    «En ‘Bouche d’égout, Jérusalem’ (Boca de alcantarilla, Jerusalén), esta apertura, debido a su oscuridad, simboliza la ocultación de lo vivo. La humanidad queda reducida a escombros empujados hacia las tinieblas silenciosas, absorbidos por una opacidad acentuada por la rejilla delicadamente curvada», escribe Lorquin, pág. 16.

[7]    Ídem, pág. 19.

[8]    B. Lorquin, Ibidem, pág. 18.

[9]    Ibidem, pág. 19.

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